Tarea para estudiantes de 4to 3 y 4.
Teniendo en cuenta las características del Romanticismo trabajadas en clase, deben crear un cuento donde aparezcan características del movimiento. (Minimo cinco características)
sábado, 27 de octubre de 2018
miércoles, 24 de octubre de 2018
Rima XI - Gustavo Adolfo Bécquer
-Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
-No es a ti, no.
-Mi frente es pálida, mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin,
yo de ternuras guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
-No, no es a ti.
-Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
-¡Oh ven, ven tú!
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
-No es a ti, no.
-Mi frente es pálida, mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin,
yo de ternuras guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
-No, no es a ti.
-Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
-¡Oh ven, ven tú!
jueves, 11 de octubre de 2018
martes, 31 de julio de 2018
PARAÍSO- CANTO I
La gloria de Aquél que todo lo mueve se difunde por
el universo, y resplandece en unas partes más y en otras menos. Yo estuve en el
cielo que recibe mayor suma de su luz, y vi tales cosas, que ni sabe ni puede
referirlas el que desciende de allá arriba; porque nuestra inteligencia, al
acercarse al fin de sus deseos, profundiza tanto, que la memoria no puede
volver atrás. Sin embargo, todo cuanto mi mente haya podido atesorar de lo
concerniente al reino santo, será en lo sucesivo objeto de mi cántico.
¡Oh buen Apolo! Haz de mí para este último trabajo
un vaso lleno de tu valor, tal como lo exiges para conceder tu laurel amado;
pues si hasta aquí tuve bastante con una cima del Parnaso, ahora necesito las
dos para entrar en el resto de mi carrera. Entra en mi seno, e inspírame el
aliento de que estabas poseído cuando sacaste los miembros de Marsias fuera de
su piel.
¡Oh divina virtud! Si te prestas a mí de modo que yo
pueda poner de manifiesto la sombra del reino bienaventurado estampada en mi
cabeza, me verás acudir a tu árbol querido y coronarme entonces de aquellas
hojas, pues el asunto de mi canto y tu favor me harán digno de ello.
Tan pocas veces, ¡oh Padre!, se recoge el lauro del
triunfo, ya como César, ya como poeta (por culpa y vergüenza de la humana Voluntad),
que cuando alguno arde en deseos de alcanzarlo, el follaje penéico debería
difundir la alegría en la feliz deidad délfica. A una pequeña chispa sigue una
gran llama: quizá después de mí habrá quien ruegue con mejor voz para que
responda Cirra.
La lámpara del mundo se presenta a los mortales por
diferentes aberturas; pero cuando se deja ver por aquella en que se unen Cuatro
círculos formando tres cruces, entonces sale con mejor curso y con mejor
estrella, y modela y sella más a su modo la cera de nuestro mundo. Por aquella
abertura se había hecho allí de día, y aquí de noche: casi todo aquel
hemisferio estaba ya blanco, y la otra parte negra, cuando vi a Beatriz vuelta
hacia el lado izquierdo, mirando al Sol; jamás lo ha mirado un águila con tanta
fijeza. Y así como un segundo rayo sale del primero, y se remonta a lo alto
semejante al peregrino que quiere volverse, así la acción de Beatriz,
penetrando por mis ojos en mi imaginación, originó la mía, y fijé los ojos en
el Sol contra nuestra costumbre. Muchas cosas son allí permitidas a nuestras
facultades, que no lo son aquí, por ser aquel lugar creado para residencia
propia de la especie humana. Me fue imposible mirar por mucho tiempo al Sol;
pero no tan poco, que no le viera centellear en torno suyo, como el hierro que
sale candente del fuego; y de pronto me pareció que un nuevo dia se unía al
día, como si Aquél que puede hubiese adornado el Cielo con otro Sol.
Beatriz miraba fijamente las eternas esferas, y yo
fijé mis ojos en ella, desviándolos de allá arriba; contemplándola, me
transformé interiormente, como Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar
compañero de los otros Dioses. No es posible significar con palabras el acto de
pasar a un grado superior la naturaleza humana; pero baste el citado ejemplo a
quien la gracia divina reserve tal experiencia.
¡Oh Amor, que gobiernas el cielo! Tú, que me
elevaste con tu luz, sabes si yo era entonces solamente aquella parte de mí que
primero creaste. Cuando la rotación de los cielos, que eternizas por el deseo
que éstos tienen de poseerte, atrajo mi atención con su armonía, que
regularizas y distribuyes, me pareció que entonces se encendía con la llama del
Sol tanto espacio del cielo, que ni las lluvias ni los ríos han ocasionado
jamás tan extenso lago. La novedad de los sonidos y tan gran resplandor me
abrasaron de tal modo en el deseo de conocer su causa, que jamás he sentido tan
punzante aguijón. Así es que Ella, que veía mi interior como yo mismo, abrió su
boca para calmar mi excitado ánimo, antes que yo la abriera para preguntarle, y
empezó a decir:
- Tú mismo te atontas con tus falsas ideas, de
tal modo que no ves lo que verías si las hubieras desechado. No estás ya en la
Tierra, según te figuras; el rayo, huyendo de la región donde se forma, no
corre tan velozmente como tú asciendes hacia ella.
Si vi desvanecida mi primera duda, gracias a sus
palabras sonrientes y breves, me vi en cambio más envuelto en otra nueva, y
dije:
- Ya me contemplo con placer libre de mi
primitiva admiración; mas ahora me asombra cómo es que puedo atravesar por
entre estos cuerpos leves.
Por lo cual Beatriz, lanzando un piadoso suspiro,
dirigió hacia mi sus ojos con aquel aspecto de que se reviste la madre al oír
un desvarío de su hijo, y repuso:
-Todas las cosas guardan un orden entre sí; y este
orden es la forma, que hace al universo semejante a Dios. Aquí ven las altas
criaturas el signo de la eterna sabiduría, que es el fin para que se ha creado
el orden antedicho. En el de que hablo, todas las naturalezas propenden y, según
su diversa esencia, se aproximan más o menos a su principio. Así es que se
dirigen a diferentes puertos por el gran mar del ser, y cada una con el
instinto que se le concedió para que la lleve al suyo. Este instinto es el que
conduce al fuego hacia la Luna; el que promueve los primeros movimientos del
corazón de los mortales, y el que concentra y hace compacta a la Tierra. Y este
arco se dispara, no tan sólo contra las criaturas desprovistas de inteligencia,
sino contra las que tienen inteligencia y amor. La Providencia, que todo lo
ordena, hace con su luz que esté tranquilo el cielo en el que gira aquél que
tiene mayor velocidad; allí es donde ahora, como a sitio designado, nos lleva
la virtud de la cuerda de aquel arco que dirige todo cuanto despide hacia un
objeto agradable. Bien es verdad que, así como la forma no guarda muchas veces
armonía con las intenciones del arte, porque la materia es sorda para
contestar, así de esta dirección se desvía tal vez la criatura, que tiene el
poder de inclinarse hacia otro lado, por más que esté impulsada de aquel modo,
y cae (como se puede ver caer el fuego desde una nube), si su primer impulso la
tuerce hacia la Tierra por un falso placer. No debes, pues, a lo que pienso,
admirarte más de tu ascensión, que de ver a un río descender desde lo alto de
una montaña hasta su base. Lo maravilloso en ti sería que, libre de todo
obstáculo, te hubieras sentado abajo, como lo sería el que la viva llama
permaneciese quieta y apegada a la Tierra.
Dicho esto, elevó sus ojos al Cielo.
martes, 24 de julio de 2018
PURGATORIO-
CANTO I
Ahora
la navecilla de mi ingenio, que deja en pos de sí un mar tan cruel,
desplegará las velas para navegar por mejores aguas; y cantaré
aquel segundo reino, donde se purifica el espíritu humano, y se hace
digno de subir al Cielo. Resucite aquí, pues, la muerta poseía, ¡oh
santas Musas!, pues que soy vuestro; y realce Calíope mi canto,
acompañándolo con aquella voz que produjo tal efecto
en
las desgraciadas Urracas, que desesperaron de alcanzar su perdón.
Un
suave color de zafiro oriental, contenido en el sereno aspecto del
aire puro hasta el primer cielo, reapareció delicioso a mi vista en
cuanto salí de la atmósfera muerta, que me había contristado los
ojos y el corazón. El bello planeta que convida a amar hacía
sonreír todo el Oriente, desvaneciendo al signo de Piscis, que
seguía en pos de él. Me volví a la derecha, y dirigiendo mi
espíritu
hacia
el otro polo, distinguí cuatro estrellas únicamente vistas por los
primeros humanos. El cielo parecía gozar con sus resplandores. ¡Oh
Septentrión, sitio verdaderamente viudo, pues que te ves privado de
admirarlas! Cuando cesé en su contemplación, volvíme un tanto
hacia el otro polo, de donde el Carro había desaparecido, y vi cerca
de mí un anciano solo, y digno, por su aspecto, de tanta veneración,
que un padre no puede inspirarla mayor a su hijo. Llevaba una larga
barba, canosa como sus cabellos, que le caía hasta el pecho,
dividida en dos mechones. Los rayos de las cuatro luces santas
rodeaban de tal resplandor su rostro, que lo veía como si hubiese
tenido el Sol antes mis ojos.
-
¿Quiénes sois vosotros que, contra el curso del tenebroso río,
habéis huido de la prisión eterna? -dijo el anciano, agitando su
barba venerable-. ¿Quién os ha guiado, o quién os ha servido de
antorcha para salir de la profunda noche, que hace sea continuamente
negro el valle infernal? ¿Así se han quebrantado las leyes del
abismo? ¿O se ha dado quizás en el Cielo un nuevo decreto, que os
permite,
a pesar de estar condenados, venir a mis grutas?
Entonces
mi Guía me indicó, por medio de sus palabras, de sus gestos y sus
miradas, que debía mostrarme respetuoso, doblar la rodilla e
inclinar la vista. Después le respondió:
-
No vine por mi deliberación, sino porque una mujer, descendida del
cielo,me ha rogado que acompañe y ayude a éste. Pero ya que es tu
voluntad que te expliquemos más ampliamente cuál sea nuestra
verdadera condición, la mía no puede rehusarte nada. Éste no ha
visto aún su última noche, pero por su locura estuvo tan cerca de
ello, que le quedaba poquísimo tiempo de vida. Así es que,
según
he dicho, fui enviado a su encuentro para salvarle, y no había otro
camino más que este, por el cual me he aventurado. Hele dado a
conocer todos los réprobos, y ahora pretendo mostrarle aquellos
espíritus que se purifican bajo tu jurisdicción. Sería largo de
referir el modo como le he traído hasta aquí; de lo alto baja la
virtud que me ayuda a conducirle para verte y oírte. Dígnate, pues,
acoger su llegada benignamente; va buscando la libertad, que es tan
amada, como lo sabe el que por ella desprecia la vida. Bien lo sabes
tú, que por ella no te pareció amarga la muerte en Utica, donde
dejaste tu cuerpo, que tanto brillará en el gran día. No han sido
revocados por nosotros los eternos decretos; pues éste vive, y Minos
no me tiene en su poder, sino que pertenezco al círculo donde están
los castos ojos de tu Marcia, que parece rogarte aún, ¡oh santo
corazón!, que la tengas por compañera y por tuya. En nombre, pues,
de su amor, accede a nuestra súplica, y déjanos ir por tus siete
reinos; le manifestaré mi agradecimiento hacia ti si permites que
allá abajo se pronuncie tu nombre.
-
Marcia fue tan agradable a mis ojos mientras pertenecí a la Tierra
-dijo él entonces-, que obtuvo de mí cuantas gracias quiso; ahora
que habita a la otra parte del mal río, no puedo ya conmoverme a
causa de la ley que se me impuso cuando salí fuera de mi cuerpo.
Pero si una mujer del cielo te anima y te dirige, según dices, no
tienes necesidad de tan laudatorios juegos; me basta con que me
supliques
en su nombre. Ve, pues, y haz que ése se ciña con un junco sin
hojas, y lávale el rostro de modo que quede borrada en él toda
mancha; porque no conviene que se presente con la vista ofuscada ante
el primer ministro, que es de los del Paraíso. Esa pequeña isla que
ves allá abajo produce, en torno suyo y por donde la combaten las
olas, juncos en su tierra blanda y limosa. Ninguna clase de plantas
que eche hojas o que se endurezca puede existir ahí, porque le sería
imposible
doblegarse a los embates de las olas. Después no volváis por esta
parte; el sol naciente os indicará el modo de encontrar la más
fácil subida del monte.
Al
decir esto desapareció. Me levanté sin hablar, me coloqué junto a
mi Guía, y fijé en él los ojos. Entonces empezó a hablarme de
este modo:
-
Hijo mío, sigue mis pasos: volvamos atrás; porque esta llanura va
descendiendo siempre hasta su último límite.
El
alba vencía ya al aura matutina, que huía delante de ella, y desde
lejos pude distinguir las ondulaciones del mar. Íbamos por la
llanura solitaria, como el que busca la senda perdida, y cree caminar
en vano hasta que logra encontrarla. Cuando llegamos a un sitio en
que el rocío resiste al calor del sol, y protegido por la sombra, se
desvanece poco a poco, puso mi Maestro suavemente sus dos manos
abiertas sobre la fresca hierba; y yo, comprendiendo su intento, le
presenté mis mejillas cubiertas aún de lágrimas, y en las que por
su mediación apareció de nuevo el color de que las privó el
Infierno.
Llegamos
después a la playa desierta, que no vio nunca navegar por sus aguas
a hombre alguno capaz de salir de ellas. Allí me hizo un cinturón,
según la voluntad del otro; y, ¡oh maravilla!, cuando arrancó la
humilde planta, volvió otra a renacer súbitamente en el mismo sitio
de donde había arrancado aquélla.
PURGATORIO-
CANTO XXX
Cuando
se detuvo el septentrión del primer Cielo, que no conoció nunca
orto ni ocaso, ni más niebla que el velo que sobre él corrió el
pecado, y que alli enseñaba a cada cual su deber, como el
septentrión más bajo lo enseña al que dirige el timón para llegar
al puerto, los veraces personajes que iban entre el Grifo y los siete
candelabros se volvieron hacia el carro, como hacia el fin de sus
deseos;
y uno de ellos como enviado del Cielo, exclamó tres veces cantando:
Veni, sponsa, de Libano, y todos los demás cantaron lo mismo después
de él. Así como los bienaventurados, cuando llegue la hora del
juicio final, se levantarán con presteza de sus tumbas, cantando
Aleluya con su voz recobrada por fin, del mismo modo se elevaron
sobre el carro divino, ad vocem tanti senis, cien
ministros
y mensajeros de la vida eterna. Todos decían: Benedictus qui venis,
y después, esparciendo flores por encima y alrededor, añadían:
Manibus o date lilia plenis.
Yo
he visto, al romper el día, la parte oriental enteramente sonrosada,
el resto del cielo adornado de una hermosa serenidad, y la faz del
Sol naciente cubierta de sombras, de suerte que a través de los
vapores que amortiguaban su resplandor, podía contemplarla el ojo
por largo tiempo; del mismo modo, a través de una nube de flores que
salía de manos angelicales y caía sobre el carro y en
torno
suyo, se me apareció una dama coronada de oliva sobre un velo
blanco, cubierta de un verde manto, y vestida del color de una vivida
lIama. Mi espíritu, que hacia largo tiempo no había quedado
abatido, temblando de estupor en su presencia, sin que mis ojos la
reconocieran, sintió no obstante el gran poder del antiguo amor, a
causa de la oculta influencia que de ella emanaba. En cuanto hirió
mis ojos la alta virtud que me había avasallado antes de que yo
saliera de la
infancia,
me volví hacia la izquierda, con el mismo respeto con que corre el
niño hacia su madre, cuando tiene miedo, o cuando está afligido,
para decir a Virgilio: No ha quedado en mi cuerpo una sola gota de
sangre que no tiemble; reconozco las señales de mi antigua llama.
Pero Virgilio nos había privado de sí, Virgilio, el dulcísimo
padre, Virgilio, que me había sido enviado por aquélla para mi
salvación. Ni aun todo lo que perdió la antigua madre pudo impedir
que mis mejillas enjutas se bañaran en triste llanto.
-
¡Dante, no llores todavía; no llores todavía porque Virgilio se
vaya, pues es preciso que llores por otra herida!
Como
el almirante que va de popa a proa examinando la gente que monta los
otros buques, y la anima a portarse bien, del mismo modo sobre el
borde izquierdo del carro, vi yo, cuando me volví al oír mi nombre,
que aquí se consigna por necesidad, a la Dama que se me apareció
anteriormente velada por los halagos angelicales, dirigiendo sus ojos
hacia mí de la parte acá del río. Aunque
el
velo que descendía de su cabeza, rodeado de las hojas de Minerva, no
permitiese que se distinguieran sus facciones, con su actitud regia y
altiva continuó de esta suerte, como aquel que al hablar reserva las
palabras más calurosas para lo último:
-
Mírame bien, soy yo; soy en efecto Beatriz. ¿Cómo te has dignado
subir a este monte? ¿No sabías que el hombre es aquí dichoso?
Mis
ojos se inclinaron hacia las limpias ondas; pero viéndome reflejado
en ellas, los dirigí hacia la hierba; tanta fue la vergüenza que
abatió mi frente.
Parecióme
Beatriz tan terrible como una madre irritada a su hijo, porque amarga
el sabor de la piedad acerba. Ella guardó silencio, y los ángeles
cantaron de improviso: In te Domine speravi, pero no pasaron de pedes
meos. Así como la nieve se congela y endurece al soplo de los
vientos de Esclavonia, entre los árboles que crecen sobre el dorso
de Italia; y luego se licua por sí misma, en
cuanto
la tierra que pierde la sombra envía su aliento, semejante al fuego
que derrite una vela; así me quedé sin lágrimas ni suspiros antes
que cantasen aquellos cuyas notas responden siempre a la armonía de
las esferas celestiales; mas cuando comprendí por sus dulces
palabras que se compadecían de mí más que si hubiesen dicho:
Mujer, ¿por qué así le maltratas? el hielo que oprimía mi corazón
se deshizo en suspiros y agua, y junto con mi angustia, salió del
pecho por la boca y por los ojos. Estando Ella, sin embargo, inmóvil
sobre el costado izquierdo del carro, dirigió de este modo sus
palabras a las compasivas substancias:
-
Vosotros veláis en el eterno día, de modo que ni la noche ni el
sueño os roban ninguno de los pasos que da el siglo en su camino;
así pues, responderé con más cuidado, a fin de que me comprenda el
que allí llora, y sienta un dolor proporcionado a su falta. No
solamente por influencia de las grandes esferas que dirigen cada
semilla hacia algún fin, según la virtud de la estrella que la
acompaña,
sino también por la abundancia de la gracia divina (cuya lluvia
desciende de tan altos vapores, que no puede alcanzarlos nuestra
vista), fue tal ése en su edad temprana por natural disposición,
que todos los buenos hábitos habrían producido en él admirables
efectos; pero el terreno mal sembrado e inculto se hace tanto más
maligno y salvaje, cuanto mayor vigor terrestre hay en él. Por algún
tiempo le sostuve con mi presencia: mostrándole mis ojos juveniles,
le llevaba conmigo en dirección del camino recto; pero tan pronto
como estuve en el umbral de la segunda edad, y cambié de vida, ése
se separó de mí y se entregó a otros amores. Cuando subí desde la
carne al espíritu, y hube crecido en belleza y virtud, fui para él
menos querida y menos agradable. Encaminó sus pasos por una vía
falsa, siguiendo tras engañosas imágenes del bien, que no cumplen
totalmente ninguna promesa: ni siquiera me ha valido impetrar para él
inspiraciones, por medio de las cuales le llamaba en sueños o de
otros modos, según el poco caso que de ellas ha hecho. Tan abajo
cayó, que todos mis medios eran ya insuficientes para salvarle, si
no le mostraba las razas condenadas. Por él he visitado el umbral de
los muertos, y dirigí mis ruegos y mis lágrimas al que le
ha
conducido hasta aquí. Se hubiera violado el alto decreto de Dios, si
pasara el Leteo y gustara tales manjares sin haber pagado alguna
parte de la penitencia que hace verter lágrimas.
miércoles, 13 de junio de 2018
La casa de Asterión
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, iii, I.
Apolodoro: Biblioteca, iii, I.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridicula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, anadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canalta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterión. quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La cremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadaveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llgaría mi redentor. desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canalta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterión. quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La cremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadaveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llgaría mi redentor. desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
Canto
V
Así
descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio,
pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores
gritos. Allí estaba el horrible Minos que, rechinando los dientes,
examina las culpas de los que entran; juzga y da a comprender sus
órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se
presenta ante él un alma pecadora, y le confiesa todas sus culpas,
aquel gran conocedor de los pecados ve qué lugar del infierno debe
ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces
cuantas sea el número del círculo a que debe ser enviada. Ante él
están siempre muchas almas, acudiendo por turno para ser juzgadas;
hablan y escuchan y después son arrojadas al abismo.
-
¡Oh, tú, que vienes a la mansión del dolor! -me gritó Minos
cuando me vio, suspendiendo sus terribles funciones-; mira cómo
entras y de quién te fías: no te alucine lo anchuroso de la
entrada.
Entonces
mi guía le preguntó:
-
¿Por qué gritas? No te opongas a su viaje ordenado por el destino:
así lo han dispuesto allí donde se puede lo que se quiere; y no
preguntes más.
Empezaron
a dejarse oír voces plañideras: y llegué a un sitio donde hirieron
mis oídos grandes lamentos. Entrábamos en un lugar que carecía de
luz, y que rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por
vientos contrarios. La tromba infernal, que no se detiene nunca,
envuelve en su torbellino a los espíritus; les hace dar vueltas
continuamente, y les agita y les molesta: cuando se encuentran ante
la ruinosa valla que los encierra, allí son los gritos, los llantos
y los lamentos y las blasfemias contra la virtud divina.
Supe
que estaban condenados a semejante tormento los pecadores carnales
que sometieron la razón a sus lascivos apetitos; y así como los
estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación de
los fríos, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados
llevándolos de acá para allá, de arriba abajo, sin que abriguen
nunca la esperanza de tener un momento de reposo, ni de que su pena
se aminore. Y del mismo modo que las grullas van lanzando sus tristes
acentos, formando todas una prolongada hilera en el aire, así
también vi venir, exhalando gemidos, a las sombras arrastradas por
aquella tromba. Por lo cual pregunté:
-
Maestro, ¿qué almas son ésas a quienes de tal muerte castiga ese
aire negro?
-
La primera de ésas, de quienes deseas noticias -me dijo entonces-,
fue emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban
diferentes lenguas, y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió
en sus leyes todo lo que excitaba el placer, para ocultar de este
modo la abyección en que vivía. Es Semíramis, de quien se lee que
sucedió a Nino y fue su esposa y reinó en la tierra en donde impera
el Sultán. La otra es la que se mató por amor y quebrantó la fe
prometida a las cenizas de Siqueo. Después sigue la lasciva
Cleopatra. Ve también a Helena, que dio lugar a tan funestos
tiempos; y ve al gran Aquiles, que al fin tuvo que combatir por el
amor. Ve a París y a Tristán ...
Y
a más de mil sombras me fue enseñando y designando con el dedo, a
quienes Amor había hecho salir de esta vida. Cuando oí a mi sabio
nombrar las antiguas damas y los caballeros, me sentí dominado por
la piedad y quedé como aturdido. Empecé a decir:
-
Poeta, quisiera hablar a aquellas dos almas que van juntas y parecen
más ligeras que las otras impelidas por el viento.
Y
él me contestó:
-
Espera que estén más cerca de nosotros: y entonces ruégales, por
el amor que las conduce, que se dirijan hacia ti.
Tan
pronto como el viento las impulsó hacia nosotros, alcé la voz
diciendo:
-
¡Oh almas atormentadas!, venid a hablarnos, si otro no se opone a
ello.
Así
como dos palomas, excitadas por mis deseos, se dirigen con las alas
abiertas y firmes hacia el dulce nido, llevadas en el aire por una
misma voluntad, así salieron aquellas dos almas de entre la multitud
donde estaba Dido, dirigiéndose hacia nosotros a través del aire
malsano, atraídas por mi eficaz y afectuoso llamamiento.
-
¡Oh ser gracioso y benigno, que vienes a visitar en medio de este
aire negruzco a los que hemos teñido el mundo de sangre! Si fuéramos
amados por el Rey del universo, le rogaríamos por tu tranquilidad,
ya que te compadeces de nuestro acerbo dolor. Todo lo que te agrade
oír y decir, te lo diremos y escucharemos con gusto mientras que
siga el viento tan tranquilo como ahora. La tierra donde nací está
situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes
para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón
gentil, hizo que éste se prendara de aquel hermoso cuerpo que me fue
arrebatado de un modo que aún me atormenta. Amor, que no dispensa de
amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de
que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor
nos condujo a la misma muerte. Caína espera al que nos arrancó la
vida.
Tales
fueron las palabras de las dos sombras. Al oír a aquellas almas
atormentadas, bajé la cabeza y la tuve inclinada tanto tiempo, que
el poeta me dijo:
-
¿En qué piensas?
-
¡Ah! -exclamé al contestarle-; ¡cuán dulces pensamientos, cuántos
deseos les han conducido a doloroso tránsito!
Después
me dirigí hacia ellos, diciéndoles:
-
Francisca, tus desgracias me hacen derramar tristes y compasivas
lágrimas. Pero dime: en tiempo de los dulces suspiros, ¿cómo os
permitió Amor conocer vuestros secretos deseos?
Ella
me contestó:
-
No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria; y
eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de conocer
cuál fue el principal origen de nuestro amor, haré como el que
habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras
de Lancelote, y de qué modo cayó en las redes del Amor: estábamos
solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que
nuestros ojos se buscaran muchas veces y que palideciera nuestro
semblante; mas un solo pasaje fue el que decidió de nosotros. Cuando
leímos que la deseada sonrisa de la amada fue interrumpida por el
beso del amante, éste, que jamás se ha de separar de mí, me besó
tembloroso en la boca: el libro y quien lo escribió fue para
nosotros otro Galeoto; aquel día ya no leímos más.
Mientras
que un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo, que, movido de
compasión, desfallecí como si me muriera, y caí como cae un cuerpo
inanimado.
INFIERNO.
CANTO III
Por
mi se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi
se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime
arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el
primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo
eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los
que
entráis, abandonad toda esperanza!
Vi
escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una
puerta, por lo cual exclamé:
-
Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
Y
él, como hombre lleno de prudencia me contestó:
-
Conviene abandonar aqui todo temor; conviene que aquí termine toda
cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la
dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y
después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me
reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un
cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos,
de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas,
horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas
y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va
rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena
impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
-
Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece
doblegada por el dolor?
Me
respondió:
-
Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos
que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio; están confundidas
entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni
fieles a Dios, sino que sólo vivieron para si. El Cielo los lanzó
de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no
quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los
demás culpables.
Y
yo repuse:
-
Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A
lo que me contestó:
-
Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir; y su ceguedad es
tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo
no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los
desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.
Y
yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa,
que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta
muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran
número. Después de haber reconocido a algunos, miré más
fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran
renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que
aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a
los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que
no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por
las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las
cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus
lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo
dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un
gran río, por lo cual, dije:
-
Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen
ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de
esta débil claridad.
Y
él me respondió:
-
Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del
Aqueronte.
Entonces,
avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis
preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel
momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia
nosotros en una barquichuela, gritando:
-
¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo.
Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas
tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que
estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando
vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla,
por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una
barca más ligera.
Y
mi guía le dijo:
-
Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo
lo que se quiere; y no preguntes más.
Entonces
se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas
lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero
aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan
terribles
palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de
Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su
nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se
retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita
en donde se espera a todo aquel que
no
teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una
señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se
rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra,
hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del
mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la
orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De
esta suerte se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de
que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva
muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.
-
Hijo mío -me dijo el cortés Maestro-, los que mueren en la cólera
de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar
el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su
temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura;
por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el
motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas
hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el
recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De
aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos
relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre
sorprendido por el sueño.
INFIERNO.
CANTO I
A
la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura,
por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería
decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo
renueva mi pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto.
Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las
demás cosas que he visto. No sé decir fijamente cómo entré allí;
tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al
llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me había
llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima
revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por
todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que
había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que
pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo
anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se vuelve hacia
las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo
aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió
nunca nadie vivo.
Después
de haber dado algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo
por la solitaria playa, procurando afirmar siempre aquel de mis pies
que estuviera más bajo. Al principio de la cuesta, aparecióseme una
pantera ágil, de rápidos movimientos y cubierta de manchada piel.
No se separaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi
camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a tiempo que
apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que
estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento
a todas las cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo
para augurar bien de aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que
no me infundiera terror el aspecto de un león que a su vez se me
apareció; figuróseme que venía contra mí, con la cabeza alta y
con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía temerle. Siguió
a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía cargada
de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El
fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la
esperanza de llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y
se entristece y llora con todos sus pensamientos cuando llega el
momento en que sufre una pérdida, así me hizo padecer aquella
inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me repelia
hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle,
se presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía
mudo.
Cuando
le vi en aquel gran desierto:
-
Piedad de mí -le grité- quienquiera que seas, sombra u hombre
verdadero. Respondióme:
-
No soy ya hombre, pero lo he sido; mis padres fueron lombardos y
ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací sub Julio, aunque algo
tarde, y vi Roma bajo el mando del buen Augusto en tiempo de los
dioses falsos y engañosos. Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de
Anquises, que volvió de Troya después del incendio de
la
soberbia llión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu
aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte, que es causa
y principio de todo goce?
-
¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho
raudal de elocuencia? -le respondí ruboroso-. ¡Ah!, ¡honor y
antorcha de los demás poetas! Válganme para contigo el prolongado
estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú
eres mi maestro y mi autor predilecto; tú sólo eres
aquél
de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira
esa fiera debido a la cual retrocedía; líbrame de ella, famoso
sabio, porque a su aspecto se estremecen mis venas y late con
precipitación mi pulso.
-
Te conviene seguir otra ruta -respondió al verme llorar-, si quieres
huir de este sitio salvaje; porque esa fiera que te hace prorrumpir
en tales lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que
se opone a ello matando al que a tanto se atreve. Su instinto es tan
malvado y cruel, que nunca ve satisfechos sus
ambiciosos
deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son
los animales a quienes se une, y serán aun muchos más hasta que
venga el Lebrel y la haga morir entre dolores. Éste no se alimentará
de tierra ni de peltre, sino de sabiduría, de amor y de virtud, y su
patria estará entre Feltro y Feltro. Será la salvación de esta
humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen Camila,
Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad
hasta que la haya arrojado en el infierno, de donde en otro tiempo la
hizo salir la envidia. Ahora, por tu bien, pienso Y veo claramente
que debes seguirme; yo seré tu guía, y te sacaré de aquí para
llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás
los espíritus dolientes de los antiguos condenados, que llaman a
gritos a la segunda muerte; verás también a los que están
contentos entre las llamas, porque esperan, cuando llegue la ocasión,
tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres, en seguida,
subir hasta ellos, te acompañará en este viaje un alma más digna
que yo, te dejaré con ella cuando yo parta; pues el Emperador que
reina en las alturas no quiere que por mediación mía se entre en su
ciudad, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y
reina arriba;
arriba
está su ciudad y su alto solio: ¡Oh! ¡Feliz el elegido para su
reino!
Y
yo le contesté:
-
Poeta, te requiero por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas
huir de este mal y de otro peor; condúceme adonde has dicho, para
que yo vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están
tan desolados.
Entonces
se puso en marcha, y yo seguí tras él.
sábado, 9 de junio de 2018
jueves, 7 de junio de 2018
domingo, 15 de abril de 2018
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