PURGATORIO-
CANTO I
Ahora
la navecilla de mi ingenio, que deja en pos de sí un mar tan cruel,
desplegará las velas para navegar por mejores aguas; y cantaré
aquel segundo reino, donde se purifica el espíritu humano, y se hace
digno de subir al Cielo. Resucite aquí, pues, la muerta poseía, ¡oh
santas Musas!, pues que soy vuestro; y realce Calíope mi canto,
acompañándolo con aquella voz que produjo tal efecto
en
las desgraciadas Urracas, que desesperaron de alcanzar su perdón.
Un
suave color de zafiro oriental, contenido en el sereno aspecto del
aire puro hasta el primer cielo, reapareció delicioso a mi vista en
cuanto salí de la atmósfera muerta, que me había contristado los
ojos y el corazón. El bello planeta que convida a amar hacía
sonreír todo el Oriente, desvaneciendo al signo de Piscis, que
seguía en pos de él. Me volví a la derecha, y dirigiendo mi
espíritu
hacia
el otro polo, distinguí cuatro estrellas únicamente vistas por los
primeros humanos. El cielo parecía gozar con sus resplandores. ¡Oh
Septentrión, sitio verdaderamente viudo, pues que te ves privado de
admirarlas! Cuando cesé en su contemplación, volvíme un tanto
hacia el otro polo, de donde el Carro había desaparecido, y vi cerca
de mí un anciano solo, y digno, por su aspecto, de tanta veneración,
que un padre no puede inspirarla mayor a su hijo. Llevaba una larga
barba, canosa como sus cabellos, que le caía hasta el pecho,
dividida en dos mechones. Los rayos de las cuatro luces santas
rodeaban de tal resplandor su rostro, que lo veía como si hubiese
tenido el Sol antes mis ojos.
-
¿Quiénes sois vosotros que, contra el curso del tenebroso río,
habéis huido de la prisión eterna? -dijo el anciano, agitando su
barba venerable-. ¿Quién os ha guiado, o quién os ha servido de
antorcha para salir de la profunda noche, que hace sea continuamente
negro el valle infernal? ¿Así se han quebrantado las leyes del
abismo? ¿O se ha dado quizás en el Cielo un nuevo decreto, que os
permite,
a pesar de estar condenados, venir a mis grutas?
Entonces
mi Guía me indicó, por medio de sus palabras, de sus gestos y sus
miradas, que debía mostrarme respetuoso, doblar la rodilla e
inclinar la vista. Después le respondió:
-
No vine por mi deliberación, sino porque una mujer, descendida del
cielo,me ha rogado que acompañe y ayude a éste. Pero ya que es tu
voluntad que te expliquemos más ampliamente cuál sea nuestra
verdadera condición, la mía no puede rehusarte nada. Éste no ha
visto aún su última noche, pero por su locura estuvo tan cerca de
ello, que le quedaba poquísimo tiempo de vida. Así es que,
según
he dicho, fui enviado a su encuentro para salvarle, y no había otro
camino más que este, por el cual me he aventurado. Hele dado a
conocer todos los réprobos, y ahora pretendo mostrarle aquellos
espíritus que se purifican bajo tu jurisdicción. Sería largo de
referir el modo como le he traído hasta aquí; de lo alto baja la
virtud que me ayuda a conducirle para verte y oírte. Dígnate, pues,
acoger su llegada benignamente; va buscando la libertad, que es tan
amada, como lo sabe el que por ella desprecia la vida. Bien lo sabes
tú, que por ella no te pareció amarga la muerte en Utica, donde
dejaste tu cuerpo, que tanto brillará en el gran día. No han sido
revocados por nosotros los eternos decretos; pues éste vive, y Minos
no me tiene en su poder, sino que pertenezco al círculo donde están
los castos ojos de tu Marcia, que parece rogarte aún, ¡oh santo
corazón!, que la tengas por compañera y por tuya. En nombre, pues,
de su amor, accede a nuestra súplica, y déjanos ir por tus siete
reinos; le manifestaré mi agradecimiento hacia ti si permites que
allá abajo se pronuncie tu nombre.
-
Marcia fue tan agradable a mis ojos mientras pertenecí a la Tierra
-dijo él entonces-, que obtuvo de mí cuantas gracias quiso; ahora
que habita a la otra parte del mal río, no puedo ya conmoverme a
causa de la ley que se me impuso cuando salí fuera de mi cuerpo.
Pero si una mujer del cielo te anima y te dirige, según dices, no
tienes necesidad de tan laudatorios juegos; me basta con que me
supliques
en su nombre. Ve, pues, y haz que ése se ciña con un junco sin
hojas, y lávale el rostro de modo que quede borrada en él toda
mancha; porque no conviene que se presente con la vista ofuscada ante
el primer ministro, que es de los del Paraíso. Esa pequeña isla que
ves allá abajo produce, en torno suyo y por donde la combaten las
olas, juncos en su tierra blanda y limosa. Ninguna clase de plantas
que eche hojas o que se endurezca puede existir ahí, porque le sería
imposible
doblegarse a los embates de las olas. Después no volváis por esta
parte; el sol naciente os indicará el modo de encontrar la más
fácil subida del monte.
Al
decir esto desapareció. Me levanté sin hablar, me coloqué junto a
mi Guía, y fijé en él los ojos. Entonces empezó a hablarme de
este modo:
-
Hijo mío, sigue mis pasos: volvamos atrás; porque esta llanura va
descendiendo siempre hasta su último límite.
El
alba vencía ya al aura matutina, que huía delante de ella, y desde
lejos pude distinguir las ondulaciones del mar. Íbamos por la
llanura solitaria, como el que busca la senda perdida, y cree caminar
en vano hasta que logra encontrarla. Cuando llegamos a un sitio en
que el rocío resiste al calor del sol, y protegido por la sombra, se
desvanece poco a poco, puso mi Maestro suavemente sus dos manos
abiertas sobre la fresca hierba; y yo, comprendiendo su intento, le
presenté mis mejillas cubiertas aún de lágrimas, y en las que por
su mediación apareció de nuevo el color de que las privó el
Infierno.
Llegamos
después a la playa desierta, que no vio nunca navegar por sus aguas
a hombre alguno capaz de salir de ellas. Allí me hizo un cinturón,
según la voluntad del otro; y, ¡oh maravilla!, cuando arrancó la
humilde planta, volvió otra a renacer súbitamente en el mismo sitio
de donde había arrancado aquélla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario