PURGATORIO-
CANTO XXX
Cuando
se detuvo el septentrión del primer Cielo, que no conoció nunca
orto ni ocaso, ni más niebla que el velo que sobre él corrió el
pecado, y que alli enseñaba a cada cual su deber, como el
septentrión más bajo lo enseña al que dirige el timón para llegar
al puerto, los veraces personajes que iban entre el Grifo y los siete
candelabros se volvieron hacia el carro, como hacia el fin de sus
deseos;
y uno de ellos como enviado del Cielo, exclamó tres veces cantando:
Veni, sponsa, de Libano, y todos los demás cantaron lo mismo después
de él. Así como los bienaventurados, cuando llegue la hora del
juicio final, se levantarán con presteza de sus tumbas, cantando
Aleluya con su voz recobrada por fin, del mismo modo se elevaron
sobre el carro divino, ad vocem tanti senis, cien
ministros
y mensajeros de la vida eterna. Todos decían: Benedictus qui venis,
y después, esparciendo flores por encima y alrededor, añadían:
Manibus o date lilia plenis.
Yo
he visto, al romper el día, la parte oriental enteramente sonrosada,
el resto del cielo adornado de una hermosa serenidad, y la faz del
Sol naciente cubierta de sombras, de suerte que a través de los
vapores que amortiguaban su resplandor, podía contemplarla el ojo
por largo tiempo; del mismo modo, a través de una nube de flores que
salía de manos angelicales y caía sobre el carro y en
torno
suyo, se me apareció una dama coronada de oliva sobre un velo
blanco, cubierta de un verde manto, y vestida del color de una vivida
lIama. Mi espíritu, que hacia largo tiempo no había quedado
abatido, temblando de estupor en su presencia, sin que mis ojos la
reconocieran, sintió no obstante el gran poder del antiguo amor, a
causa de la oculta influencia que de ella emanaba. En cuanto hirió
mis ojos la alta virtud que me había avasallado antes de que yo
saliera de la
infancia,
me volví hacia la izquierda, con el mismo respeto con que corre el
niño hacia su madre, cuando tiene miedo, o cuando está afligido,
para decir a Virgilio: No ha quedado en mi cuerpo una sola gota de
sangre que no tiemble; reconozco las señales de mi antigua llama.
Pero Virgilio nos había privado de sí, Virgilio, el dulcísimo
padre, Virgilio, que me había sido enviado por aquélla para mi
salvación. Ni aun todo lo que perdió la antigua madre pudo impedir
que mis mejillas enjutas se bañaran en triste llanto.
-
¡Dante, no llores todavía; no llores todavía porque Virgilio se
vaya, pues es preciso que llores por otra herida!
Como
el almirante que va de popa a proa examinando la gente que monta los
otros buques, y la anima a portarse bien, del mismo modo sobre el
borde izquierdo del carro, vi yo, cuando me volví al oír mi nombre,
que aquí se consigna por necesidad, a la Dama que se me apareció
anteriormente velada por los halagos angelicales, dirigiendo sus ojos
hacia mí de la parte acá del río. Aunque
el
velo que descendía de su cabeza, rodeado de las hojas de Minerva, no
permitiese que se distinguieran sus facciones, con su actitud regia y
altiva continuó de esta suerte, como aquel que al hablar reserva las
palabras más calurosas para lo último:
-
Mírame bien, soy yo; soy en efecto Beatriz. ¿Cómo te has dignado
subir a este monte? ¿No sabías que el hombre es aquí dichoso?
Mis
ojos se inclinaron hacia las limpias ondas; pero viéndome reflejado
en ellas, los dirigí hacia la hierba; tanta fue la vergüenza que
abatió mi frente.
Parecióme
Beatriz tan terrible como una madre irritada a su hijo, porque amarga
el sabor de la piedad acerba. Ella guardó silencio, y los ángeles
cantaron de improviso: In te Domine speravi, pero no pasaron de pedes
meos. Así como la nieve se congela y endurece al soplo de los
vientos de Esclavonia, entre los árboles que crecen sobre el dorso
de Italia; y luego se licua por sí misma, en
cuanto
la tierra que pierde la sombra envía su aliento, semejante al fuego
que derrite una vela; así me quedé sin lágrimas ni suspiros antes
que cantasen aquellos cuyas notas responden siempre a la armonía de
las esferas celestiales; mas cuando comprendí por sus dulces
palabras que se compadecían de mí más que si hubiesen dicho:
Mujer, ¿por qué así le maltratas? el hielo que oprimía mi corazón
se deshizo en suspiros y agua, y junto con mi angustia, salió del
pecho por la boca y por los ojos. Estando Ella, sin embargo, inmóvil
sobre el costado izquierdo del carro, dirigió de este modo sus
palabras a las compasivas substancias:
-
Vosotros veláis en el eterno día, de modo que ni la noche ni el
sueño os roban ninguno de los pasos que da el siglo en su camino;
así pues, responderé con más cuidado, a fin de que me comprenda el
que allí llora, y sienta un dolor proporcionado a su falta. No
solamente por influencia de las grandes esferas que dirigen cada
semilla hacia algún fin, según la virtud de la estrella que la
acompaña,
sino también por la abundancia de la gracia divina (cuya lluvia
desciende de tan altos vapores, que no puede alcanzarlos nuestra
vista), fue tal ése en su edad temprana por natural disposición,
que todos los buenos hábitos habrían producido en él admirables
efectos; pero el terreno mal sembrado e inculto se hace tanto más
maligno y salvaje, cuanto mayor vigor terrestre hay en él. Por algún
tiempo le sostuve con mi presencia: mostrándole mis ojos juveniles,
le llevaba conmigo en dirección del camino recto; pero tan pronto
como estuve en el umbral de la segunda edad, y cambié de vida, ése
se separó de mí y se entregó a otros amores. Cuando subí desde la
carne al espíritu, y hube crecido en belleza y virtud, fui para él
menos querida y menos agradable. Encaminó sus pasos por una vía
falsa, siguiendo tras engañosas imágenes del bien, que no cumplen
totalmente ninguna promesa: ni siquiera me ha valido impetrar para él
inspiraciones, por medio de las cuales le llamaba en sueños o de
otros modos, según el poco caso que de ellas ha hecho. Tan abajo
cayó, que todos mis medios eran ya insuficientes para salvarle, si
no le mostraba las razas condenadas. Por él he visitado el umbral de
los muertos, y dirigí mis ruegos y mis lágrimas al que le
ha
conducido hasta aquí. Se hubiera violado el alto decreto de Dios, si
pasara el Leteo y gustara tales manjares sin haber pagado alguna
parte de la penitencia que hace verter lágrimas.
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