INFIERNO.
CANTO III
Por
mi se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi
se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime
arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el
primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo
eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los
que
entráis, abandonad toda esperanza!
Vi
escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una
puerta, por lo cual exclamé:
-
Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
Y
él, como hombre lleno de prudencia me contestó:
-
Conviene abandonar aqui todo temor; conviene que aquí termine toda
cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la
dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y
después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me
reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un
cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos,
de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas,
horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas
y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va
rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena
impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
-
Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece
doblegada por el dolor?
Me
respondió:
-
Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos
que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio; están confundidas
entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni
fieles a Dios, sino que sólo vivieron para si. El Cielo los lanzó
de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no
quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los
demás culpables.
Y
yo repuse:
-
Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A
lo que me contestó:
-
Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir; y su ceguedad es
tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo
no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los
desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.
Y
yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa,
que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta
muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran
número. Después de haber reconocido a algunos, miré más
fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran
renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que
aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a
los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que
no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por
las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las
cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus
lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo
dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un
gran río, por lo cual, dije:
-
Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen
ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de
esta débil claridad.
Y
él me respondió:
-
Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del
Aqueronte.
Entonces,
avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis
preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel
momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia
nosotros en una barquichuela, gritando:
-
¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo.
Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas
tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que
estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando
vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla,
por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una
barca más ligera.
Y
mi guía le dijo:
-
Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo
lo que se quiere; y no preguntes más.
Entonces
se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas
lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero
aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan
terribles
palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de
Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su
nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se
retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita
en donde se espera a todo aquel que
no
teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una
señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se
rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra,
hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del
mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la
orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De
esta suerte se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de
que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva
muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.
-
Hijo mío -me dijo el cortés Maestro-, los que mueren en la cólera
de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar
el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su
temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura;
por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el
motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas
hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el
recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De
aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos
relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre
sorprendido por el sueño.
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