martes, 31 de julio de 2018


PARAÍSO- CANTO I
La gloria de Aquél que todo lo mueve se difunde por el universo, y resplandece en unas partes más y en otras menos. Yo estuve en el cielo que recibe mayor suma de su luz, y vi tales cosas, que ni sabe ni puede referirlas el que desciende de allá arriba; porque nuestra inteligencia, al acercarse al fin de sus deseos, profundiza tanto, que la memoria no puede volver atrás. Sin embargo, todo cuanto mi mente haya podido atesorar de lo concerniente al reino santo, será en lo sucesivo objeto de mi cántico.
¡Oh buen Apolo! Haz de mí para este último trabajo un vaso lleno de tu valor, tal como lo exiges para conceder tu laurel amado; pues si hasta aquí tuve bastante con una cima del Parnaso, ahora necesito las dos para entrar en el resto de mi carrera. Entra en mi seno, e inspírame el aliento de que estabas poseído cuando sacaste los miembros de Marsias fuera de su piel.
¡Oh divina virtud! Si te prestas a mí de modo que yo pueda poner de manifiesto la sombra del reino bienaventurado estampada en mi cabeza, me verás acudir a tu árbol querido y coronarme entonces de aquellas hojas, pues el asunto de mi canto y tu favor me harán digno de ello.
Tan pocas veces, ¡oh Padre!, se recoge el lauro del triunfo, ya como César, ya como poeta (por culpa y vergüenza de la humana Voluntad), que cuando alguno arde en deseos de alcanzarlo, el follaje penéico debería difundir la alegría en la feliz deidad délfica. A una pequeña chispa sigue una gran llama: quizá después de mí habrá quien ruegue con mejor voz para que responda Cirra.
La lámpara del mundo se presenta a los mortales por diferentes aberturas; pero cuando se deja ver por aquella en que se unen Cuatro círculos formando tres cruces, entonces sale con mejor curso y con mejor estrella, y modela y sella más a su modo la cera de nuestro mundo. Por aquella abertura se había hecho allí de día, y aquí de noche: casi todo aquel hemisferio estaba ya blanco, y la otra parte negra, cuando vi a Beatriz vuelta hacia el lado izquierdo, mirando al Sol; jamás lo ha mirado un águila con tanta fijeza. Y así como un segundo rayo sale del primero, y se remonta a lo alto semejante al peregrino que quiere volverse, así la acción de Beatriz, penetrando por mis ojos en mi imaginación, originó la mía, y fijé los ojos en el Sol contra nuestra costumbre. Muchas cosas son allí permitidas a nuestras facultades, que no lo son aquí, por ser aquel lugar creado para residencia propia de la especie humana. Me fue imposible mirar por mucho tiempo al Sol; pero no tan poco, que no le viera centellear en torno suyo, como el hierro que sale candente del fuego; y de pronto me pareció que un nuevo dia se unía al día, como si Aquél que puede hubiese adornado el Cielo con otro Sol.
Beatriz miraba fijamente las eternas esferas, y yo fijé mis ojos en ella, desviándolos de allá arriba; contemplándola, me transformé interiormente, como Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los otros Dioses. No es posible significar con palabras el acto de pasar a un grado superior la naturaleza humana; pero baste el citado ejemplo a quien la gracia divina reserve tal experiencia.
¡Oh Amor, que gobiernas el cielo! Tú, que me elevaste con tu luz, sabes si yo era entonces solamente aquella parte de mí que primero creaste. Cuando la rotación de los cielos, que eternizas por el deseo que éstos tienen de poseerte, atrajo mi atención con su armonía, que regularizas y distribuyes, me pareció que entonces se encendía con la llama del Sol tanto espacio del cielo, que ni las lluvias ni los ríos han ocasionado jamás tan extenso lago. La novedad de los sonidos y tan gran resplandor me abrasaron de tal modo en el deseo de conocer su causa, que jamás he sentido tan punzante aguijón. Así es que Ella, que veía mi interior como yo mismo, abrió su boca para calmar mi excitado ánimo, antes que yo la abriera para preguntarle, y empezó a decir:
- Tú mismo te atontas con tus falsas ideas, de tal modo que no ves lo que verías si las hubieras desechado. No estás ya en la Tierra, según te figuras; el rayo, huyendo de la región donde se forma, no corre tan velozmente como tú asciendes hacia ella.
Si vi desvanecida mi primera duda, gracias a sus palabras sonrientes y breves, me vi en cambio más envuelto en otra nueva, y dije:
- Ya me contemplo con placer libre de mi primitiva admiración; mas ahora me asombra cómo es que puedo atravesar por entre estos cuerpos leves.
Por lo cual Beatriz, lanzando un piadoso suspiro, dirigió hacia mi sus ojos con aquel aspecto de que se reviste la madre al oír un desvarío de su hijo, y repuso:
-Todas las cosas guardan un orden entre sí; y este orden es la forma, que hace al universo semejante a Dios. Aquí ven las altas criaturas el signo de la eterna sabiduría, que es el fin para que se ha creado el orden antedicho. En el de que hablo, todas las naturalezas propenden y, según su diversa esencia, se aproximan más o menos a su principio. Así es que se dirigen a diferentes puertos por el gran mar del ser, y cada una con el instinto que se le concedió para que la lleve al suyo. Este instinto es el que conduce al fuego hacia la Luna; el que promueve los primeros movimientos del corazón de los mortales, y el que concentra y hace compacta a la Tierra. Y este arco se dispara, no tan sólo contra las criaturas desprovistas de inteligencia, sino contra las que tienen inteligencia y amor. La Providencia, que todo lo ordena, hace con su luz que esté tranquilo el cielo en el que gira aquél que tiene mayor velocidad; allí es donde ahora, como a sitio designado, nos lleva la virtud de la cuerda de aquel arco que dirige todo cuanto despide hacia un objeto agradable. Bien es verdad que, así como la forma no guarda muchas veces armonía con las intenciones del arte, porque la materia es sorda para contestar, así de esta dirección se desvía tal vez la criatura, que tiene el poder de inclinarse hacia otro lado, por más que esté impulsada de aquel modo, y cae (como se puede ver caer el fuego desde una nube), si su primer impulso la tuerce hacia la Tierra por un falso placer. No debes, pues, a lo que pienso, admirarte más de tu ascensión, que de ver a un río descender desde lo alto de una montaña hasta su base. Lo maravilloso en ti sería que, libre de todo obstáculo, te hubieras sentado abajo, como lo sería el que la viva llama permaneciese quieta y apegada a la Tierra.
Dicho esto, elevó sus ojos al Cielo.


martes, 24 de julio de 2018


PURGATORIO- CANTO I

Ahora la navecilla de mi ingenio, que deja en pos de sí un mar tan cruel, desplegará las velas para navegar por mejores aguas; y cantaré aquel segundo reino, donde se purifica el espíritu humano, y se hace digno de subir al Cielo. Resucite aquí, pues, la muerta poseía, ¡oh santas Musas!, pues que soy vuestro; y realce Calíope mi canto, acompañándolo con aquella voz que produjo tal efecto
en las desgraciadas Urracas, que desesperaron de alcanzar su perdón.

Un suave color de zafiro oriental, contenido en el sereno aspecto del aire puro hasta el primer cielo, reapareció delicioso a mi vista en cuanto salí de la atmósfera muerta, que me había contristado los ojos y el corazón. El bello planeta que convida a amar hacía sonreír todo el Oriente, desvaneciendo al signo de Piscis, que seguía en pos de él. Me volví a la derecha, y dirigiendo mi espíritu
hacia el otro polo, distinguí cuatro estrellas únicamente vistas por los primeros humanos. El cielo parecía gozar con sus resplandores. ¡Oh Septentrión, sitio verdaderamente viudo, pues que te ves privado de admirarlas! Cuando cesé en su contemplación, volvíme un tanto hacia el otro polo, de donde el Carro había desaparecido, y vi cerca de mí un anciano solo, y digno, por su aspecto, de tanta veneración, que un padre no puede inspirarla mayor a su hijo. Llevaba una larga barba, canosa como sus cabellos, que le caía hasta el pecho, dividida en dos mechones. Los rayos de las cuatro luces santas rodeaban de tal resplandor su rostro, que lo veía como si hubiese tenido el Sol antes mis ojos.

- ¿Quiénes sois vosotros que, contra el curso del tenebroso río, habéis huido de la prisión eterna? -dijo el anciano, agitando su barba venerable-. ¿Quién os ha guiado, o quién os ha servido de antorcha para salir de la profunda noche, que hace sea continuamente negro el valle infernal? ¿Así se han quebrantado las leyes del abismo? ¿O se ha dado quizás en el Cielo un nuevo decreto, que os
permite, a pesar de estar condenados, venir a mis grutas?

Entonces mi Guía me indicó, por medio de sus palabras, de sus gestos y sus miradas, que debía mostrarme respetuoso, doblar la rodilla e inclinar la vista. Después le respondió:

- No vine por mi deliberación, sino porque una mujer, descendida del cielo,me ha rogado que acompañe y ayude a éste. Pero ya que es tu voluntad que te expliquemos más ampliamente cuál sea nuestra verdadera condición, la mía no puede rehusarte nada. Éste no ha visto aún su última noche, pero por su locura estuvo tan cerca de ello, que le quedaba poquísimo tiempo de vida. Así es que,
según he dicho, fui enviado a su encuentro para salvarle, y no había otro camino más que este, por el cual me he aventurado. Hele dado a conocer todos los réprobos, y ahora pretendo mostrarle aquellos espíritus que se purifican bajo tu jurisdicción. Sería largo de referir el modo como le he traído hasta aquí; de lo alto baja la virtud que me ayuda a conducirle para verte y oírte. Dígnate, pues, acoger su llegada benignamente; va buscando la libertad, que es tan amada, como lo sabe el que por ella desprecia la vida. Bien lo sabes tú, que por ella no te pareció amarga la muerte en Utica, donde dejaste tu cuerpo, que tanto brillará en el gran día. No han sido revocados por nosotros los eternos decretos; pues éste vive, y Minos no me tiene en su poder, sino que pertenezco al círculo donde están los castos ojos de tu Marcia, que parece rogarte aún, ¡oh santo corazón!, que la tengas por compañera y por tuya. En nombre, pues, de su amor, accede a nuestra súplica, y déjanos ir por tus siete reinos; le manifestaré mi agradecimiento hacia ti si permites que allá abajo se pronuncie tu nombre.

- Marcia fue tan agradable a mis ojos mientras pertenecí a la Tierra -dijo él entonces-, que obtuvo de mí cuantas gracias quiso; ahora que habita a la otra parte del mal río, no puedo ya conmoverme a causa de la ley que se me impuso cuando salí fuera de mi cuerpo. Pero si una mujer del cielo te anima y te dirige, según dices, no tienes necesidad de tan laudatorios juegos; me basta con que me
supliques en su nombre. Ve, pues, y haz que ése se ciña con un junco sin hojas, y lávale el rostro de modo que quede borrada en él toda mancha; porque no conviene que se presente con la vista ofuscada ante el primer ministro, que es de los del Paraíso. Esa pequeña isla que ves allá abajo produce, en torno suyo y por donde la combaten las olas, juncos en su tierra blanda y limosa. Ninguna clase de plantas que eche hojas o que se endurezca puede existir ahí, porque le sería
imposible doblegarse a los embates de las olas. Después no volváis por esta parte; el sol naciente os indicará el modo de encontrar la más fácil subida del monte.

Al decir esto desapareció. Me levanté sin hablar, me coloqué junto a mi Guía, y fijé en él los ojos. Entonces empezó a hablarme de este modo:

- Hijo mío, sigue mis pasos: volvamos atrás; porque esta llanura va descendiendo siempre hasta su último límite.

El alba vencía ya al aura matutina, que huía delante de ella, y desde lejos pude distinguir las ondulaciones del mar. Íbamos por la llanura solitaria, como el que busca la senda perdida, y cree caminar en vano hasta que logra encontrarla. Cuando llegamos a un sitio en que el rocío resiste al calor del sol, y protegido por la sombra, se desvanece poco a poco, puso mi Maestro suavemente sus dos manos abiertas sobre la fresca hierba; y yo, comprendiendo su intento, le presenté mis mejillas cubiertas aún de lágrimas, y en las que por su mediación apareció de nuevo el color de que las privó el Infierno.

Llegamos después a la playa desierta, que no vio nunca navegar por sus aguas a hombre alguno capaz de salir de ellas. Allí me hizo un cinturón, según la voluntad del otro; y, ¡oh maravilla!, cuando arrancó la humilde planta, volvió otra a renacer súbitamente en el mismo sitio de donde había arrancado aquélla.


PURGATORIO- CANTO XXX
Cuando se detuvo el septentrión del primer Cielo, que no conoció nunca orto ni ocaso, ni más niebla que el velo que sobre él corrió el pecado, y que alli enseñaba a cada cual su deber, como el septentrión más bajo lo enseña al que dirige el timón para llegar al puerto, los veraces personajes que iban entre el Grifo y los siete candelabros se volvieron hacia el carro, como hacia el fin de sus
deseos; y uno de ellos como enviado del Cielo, exclamó tres veces cantando: Veni, sponsa, de Libano, y todos los demás cantaron lo mismo después de él. Así como los bienaventurados, cuando llegue la hora del juicio final, se levantarán con presteza de sus tumbas, cantando Aleluya con su voz recobrada por fin, del mismo modo se elevaron sobre el carro divino, ad vocem tanti senis, cien
ministros y mensajeros de la vida eterna. Todos decían: Benedictus qui venis, y después, esparciendo flores por encima y alrededor, añadían: Manibus o date lilia plenis.

Yo he visto, al romper el día, la parte oriental enteramente sonrosada, el resto del cielo adornado de una hermosa serenidad, y la faz del Sol naciente cubierta de sombras, de suerte que a través de los vapores que amortiguaban su resplandor, podía contemplarla el ojo por largo tiempo; del mismo modo, a través de una nube de flores que salía de manos angelicales y caía sobre el carro y en
torno suyo, se me apareció una dama coronada de oliva sobre un velo blanco, cubierta de un verde manto, y vestida del color de una vivida lIama. Mi espíritu, que hacia largo tiempo no había quedado abatido, temblando de estupor en su presencia, sin que mis ojos la reconocieran, sintió no obstante el gran poder del antiguo amor, a causa de la oculta influencia que de ella emanaba. En cuanto hirió mis ojos la alta virtud que me había avasallado antes de que yo saliera de la
infancia, me volví hacia la izquierda, con el mismo respeto con que corre el niño hacia su madre, cuando tiene miedo, o cuando está afligido, para decir a Virgilio: No ha quedado en mi cuerpo una sola gota de sangre que no tiemble; reconozco las señales de mi antigua llama. Pero Virgilio nos había privado de sí, Virgilio, el dulcísimo padre, Virgilio, que me había sido enviado por aquélla para mi salvación. Ni aun todo lo que perdió la antigua madre pudo impedir que mis mejillas enjutas se bañaran en triste llanto.

- ¡Dante, no llores todavía; no llores todavía porque Virgilio se vaya, pues es preciso que llores por otra herida!

Como el almirante que va de popa a proa examinando la gente que monta los otros buques, y la anima a portarse bien, del mismo modo sobre el borde izquierdo del carro, vi yo, cuando me volví al oír mi nombre, que aquí se consigna por necesidad, a la Dama que se me apareció anteriormente velada por los halagos angelicales, dirigiendo sus ojos hacia mí de la parte acá del río. Aunque
el velo que descendía de su cabeza, rodeado de las hojas de Minerva, no permitiese que se distinguieran sus facciones, con su actitud regia y altiva continuó de esta suerte, como aquel que al hablar reserva las palabras más calurosas para lo último:

- Mírame bien, soy yo; soy en efecto Beatriz. ¿Cómo te has dignado subir a este monte? ¿No sabías que el hombre es aquí dichoso?

Mis ojos se inclinaron hacia las limpias ondas; pero viéndome reflejado en ellas, los dirigí hacia la hierba; tanta fue la vergüenza que abatió mi frente.
Parecióme Beatriz tan terrible como una madre irritada a su hijo, porque amarga el sabor de la piedad acerba. Ella guardó silencio, y los ángeles cantaron de improviso: In te Domine speravi, pero no pasaron de pedes meos. Así como la nieve se congela y endurece al soplo de los vientos de Esclavonia, entre los árboles que crecen sobre el dorso de Italia; y luego se licua por sí misma, en
cuanto la tierra que pierde la sombra envía su aliento, semejante al fuego que derrite una vela; así me quedé sin lágrimas ni suspiros antes que cantasen aquellos cuyas notas responden siempre a la armonía de las esferas celestiales; mas cuando comprendí por sus dulces palabras que se compadecían de mí más que si hubiesen dicho: Mujer, ¿por qué así le maltratas? el hielo que oprimía mi corazón se deshizo en suspiros y agua, y junto con mi angustia, salió del pecho por la boca y por los ojos. Estando Ella, sin embargo, inmóvil sobre el costado izquierdo del carro, dirigió de este modo sus palabras a las compasivas substancias:

- Vosotros veláis en el eterno día, de modo que ni la noche ni el sueño os roban ninguno de los pasos que da el siglo en su camino; así pues, responderé con más cuidado, a fin de que me comprenda el que allí llora, y sienta un dolor proporcionado a su falta. No solamente por influencia de las grandes esferas que dirigen cada semilla hacia algún fin, según la virtud de la estrella que la
acompaña, sino también por la abundancia de la gracia divina (cuya lluvia desciende de tan altos vapores, que no puede alcanzarlos nuestra vista), fue tal ése en su edad temprana por natural disposición, que todos los buenos hábitos habrían producido en él admirables efectos; pero el terreno mal sembrado e inculto se hace tanto más maligno y salvaje, cuanto mayor vigor terrestre hay en él. Por algún tiempo le sostuve con mi presencia: mostrándole mis ojos juveniles, le llevaba conmigo en dirección del camino recto; pero tan pronto como estuve en el umbral de la segunda edad, y cambié de vida, ése se separó de mí y se entregó a otros amores. Cuando subí desde la carne al espíritu, y hube crecido en belleza y virtud, fui para él menos querida y menos agradable. Encaminó sus pasos por una vía falsa, siguiendo tras engañosas imágenes del bien, que no cumplen totalmente ninguna promesa: ni siquiera me ha valido impetrar para él inspiraciones, por medio de las cuales le llamaba en sueños o de otros modos, según el poco caso que de ellas ha hecho. Tan abajo cayó, que todos mis medios eran ya insuficientes para salvarle, si no le mostraba las razas condenadas. Por él he visitado el umbral de los muertos, y dirigí mis ruegos y mis lágrimas al que le
ha conducido hasta aquí. Se hubiera violado el alto decreto de Dios, si pasara el Leteo y gustara tales manjares sin haber pagado alguna parte de la penitencia que hace verter lágrimas.