Arboleya
Cuando
viene el carro de Arboleya hay que ponerse contra el viento…
-Mismo.
Sentís el olor antes de verlo…
Era
así. Creo que él no era “muy cuidadoso de su persona”, pero hay que comprender
que ni él, ni él carro, podrían oler bien. “Le pertenecía” al oficio el oler
mal. El carro estaba toldado con bolsones de lana viejos, medio quemados de
remedios de curar ovejas. La grasa lo había como encerado. Y en él ponía todo
lo que compraba, que eran los deshechos de las estancias. Cueros de epidemia,
tajeados o mal curados, garras, descascarreo. Sobrantes de grasa que las peonas
iban echando, colada a colada, en latas pringosas, derrites que ranciaban.
Huesos. Bolsitas de yel para los curanderos…
Él vestía unas bombachas sujetadas
con un cinto, ancho de un jeme, que bajaba desde los riñones al nacimiento del
vientre, con lamparones de grasa y manchas de toda laya. Calzaba alpargatas
tajeadas en el empeine, redondo como una galleta.
Algún curioso, observando la carga,
preguntaba a veces:
-¿Pero dónde colocás eso, Arboleya?
Y él respondía:
-En el pueblo… El pueblo es como el
chancho: aprovecha todo…
-¿Pero en qué?
-Si te digo que los güesos van a parar al azúcar y de las garras hacen “vernís”, te
reirás…
Entraban a conversar y entonces el
curioso aceptaba que el negocio de Arboleya sería sucio, pero era bueno.
***
En un cajoncito ponía lo de vender o
cambiar. Prefería el trueque a la compra-venta. Las cosas de vender se las
proporcionaba el Turco Navidad. Eran cosas para mujeres casi todas.
Prendedores, guardapelos. Polvos y cremas para la cara. Santitos.
En la orilla del pueblo tenía el
rancho y un galpón de latas abiertas para guardar el carro.
En el campo, en verano, acampaba en
cualquier lado. En invierno, en los galpones de las estancias o en el depósito
del almacén de Alves, término de su viaje.
Hasta el día que resolvió cambiar de
recorrido, para no “limpiar” muy seguido a sus proveedores.
Fue cuando llegó por el camino viejo
de Carapé a lo de Rosas, que tenía almacén y “compra de frutos”. Allí encontró
el rastro de Méndez. Dio con él y esto le trajo cambios grandes en su vida.
***
Con
Méndez eran más que amigos. Se consideraban hermanos. Un día, sembrados por la
vida, lejos uno del otro, se perdieron. Ahora, después de veinte años, se
encontraron.
Hijos
de peona los dos. Juntos habían crecido, mientras las madres lomeaban en las
cocinas de las estancias o lavaban en el arroyo. Un día la madre de Arboleya se
fue con un contrabandista y no se supo nunca más de ellos. Él quedó con la
madre de Méndez, hasta que a la pobre la llevaron al camposanto. Méndez fue a
dar con un herrero vasco, más bueno que el pan. De aprendiz, de cocinero y
“hasta de asistente” porque el vasco, una vez al mes, iba al boliche y hasta
que no estaba borracho neto, de caerse al suelo, no dejaba de tomar. Entonces
Méndez, ayudado por el bolichero, lo cargaba en el carrito de pértigo y tocaba
para la herrería.
Arboleya
quedó solo en la estancia. Y como “no era responsable de nadie y nadie de él”,
se fue al pueblo. Hizo de todo. Hasta dar con el negocio que tenía ahora.
Méndez
cambió de pago y ya no se encontraron más. Hasta ahora.
***
Méndez
se había casado. Era dueño de una herrería, una chacrita y padre de un niño.
Estaba afirmado en la vida.
***
Después
del encuentro, empezó una nueva vida para Arboleya.
Llegaba
al almacén, dejaba el carro, se ponía en manos del barbero, levantaba una muda
nueva y vestía un traje de sastrería, que depositaba allí, cuando regresaba. En
invierno se bañaba en un viejo baño de ovejas; en verano partía hacia el
arroyo. Se cambiaba y regresaba que era
“un tendero o un violinista de bien vestido”. Entonces se iba a lo de Méndez.
Pasa allí cinco o seis días.
La
felicidad de Méndez, la amistad caliente que le demostraba, aquellos “hermano”
con que llenaba su conversación, le conmovían. La mujer le había despertado una
ternura que nunca conociera y el “machito”, cuando él llegaba, le seguía por
todos lados como un perro.
-Estando
yo, no tiene ni padre ni madre- decía Arboleya feliz.
Lo
paseaba a caballo, lo sentaba en la falda y le contaba cuentos de animales,
inventaba aventuras y viajes por lugares extraños para entretenerlo. A veces le
llevaba al almacén y lo vestía de pies a cabeza. Una vez le compró un traje de
marinero. Fue cuando le tuvo que explicar lo que era el mar.
-Se
lo expliqué… Y eso que nunca lo había visto… ¡Tava obligao!
Si
le preguntaban por qué no se casaba, respondía:
-¿Pa
qué?
-Pa
tener casa, familia.
-¿Quiere
mejor familia que la de Méndez?
-Bueno,
pero…
-¡Esa
es mi familia! Ella es buenísima. Él es un hombre especial y el niño no le digo
nada… Me caso y a lo mejor me sale una quiebra-frenos y de hijo un pasmao… Pa
mi esa gente es todo…
***
Estaba
al término del viaje, cuando supo que Méndez era muerto hacía días. Fue una
noticia que lo dejó sin habla. Saltó al carro y empezó a castigar los caballos
como un loco. Al anochecer llegó a las casas.
***
Frente
al rancho, vio la mancha negra que formaban la madre y el hijo. La ropa negra,
el silencio y la inmovilidad, les fundían en una sola figura que iba juntándose
con la noche.
Arboleya
bajó del carro, con su olor a grasa rancia, a creolina, su barba de veinte
días, las alpargatas deshechas, los dedos pisando tierra.
Ya
sobre la mujer y el hijo se quedó sin saber qué decir, abrumado por aquellas
presencias que tenían sobre sí la muerte del amigo.
La
mujer se levantó lentamente, le estiró la mano muerta y se puso a llorar
suavemente. El niño se apretaba contra ella, la cara fundida en el merino negro
de la pollera. Luego se dio vuelta hacia la casa.
-Voy
a buscarle el mate – dijo.
Y
ya sobre la puerte:
No
lo hago dentrar porque estoy sola…
Arboleya
se acercó al carro. Se apoyó sobre las varas y se puso a llorar. Tenía la
seguridad de que Méndez, al irse, se había llevado la mujer y el hijo y lo
había dejado solo…
Más
solo que antes, cuando era solo y no lo sabía…
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