miércoles, 13 de junio de 2018

La casa de Asterión

      Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
                  Apolodoro: Bibliotecaiii, I.



         Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridicula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, anadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
          El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canalta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos buenamente los dos.
          No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterión. quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
          Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La cremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadaveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llgaría mi redentor. desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

          El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
          —¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

Canto V
Así descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos. Allí estaba el horrible Minos que, rechinando los dientes, examina las culpas de los que entran; juzga y da a comprender sus órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se presenta ante él un alma pecadora, y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados ve qué lugar del infierno debe ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantas sea el número del círculo a que debe ser enviada. Ante él están siempre muchas almas, acudiendo por turno para ser juzgadas; hablan y escuchan y después son arrojadas al abismo.
- ¡Oh, tú, que vienes a la mansión del dolor! -me gritó Minos cuando me vio, suspendiendo sus terribles funciones-; mira cómo entras y de quién te fías: no te alucine lo anchuroso de la entrada.
Entonces mi guía le preguntó:
- ¿Por qué gritas? No te opongas a su viaje ordenado por el destino: así lo han dispuesto allí donde se puede lo que se quiere; y no preguntes más.
Empezaron a dejarse oír voces plañideras: y llegué a un sitio donde hirieron mis oídos grandes lamentos. Entrábamos en un lugar que carecía de luz, y que rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por vientos contrarios. La tromba infernal, que no se detiene nunca, envuelve en su torbellino a los espíritus; les hace dar vueltas continuamente, y les agita y les molesta: cuando se encuentran ante la ruinosa valla que los encierra, allí son los gritos, los llantos y los lamentos y las blasfemias contra la virtud divina.
Supe que estaban condenados a semejante tormento los pecadores carnales que sometieron la razón a sus lascivos apetitos; y así como los estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación de los fríos, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados llevándolos de acá para allá, de arriba abajo, sin que abriguen nunca la esperanza de tener un momento de reposo, ni de que su pena se aminore. Y del mismo modo que las grullas van lanzando sus tristes acentos, formando todas una prolongada hilera en el aire, así también vi venir, exhalando gemidos, a las sombras arrastradas por aquella tromba. Por lo cual pregunté:
- Maestro, ¿qué almas son ésas a quienes de tal muerte castiga ese aire negro?
- La primera de ésas, de quienes deseas noticias -me dijo entonces-, fue emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban diferentes lenguas, y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió en sus leyes todo lo que excitaba el placer, para ocultar de este modo la abyección en que vivía. Es Semíramis, de quien se lee que sucedió a Nino y fue su esposa y reinó en la tierra en donde impera el Sultán. La otra es la que se mató por amor y quebrantó la fe prometida a las cenizas de Siqueo. Después sigue la lasciva Cleopatra. Ve también a Helena, que dio lugar a tan funestos tiempos; y ve al gran Aquiles, que al fin tuvo que combatir por el amor. Ve a París y a Tristán ...
Y a más de mil sombras me fue enseñando y designando con el dedo, a quienes Amor había hecho salir de esta vida. Cuando oí a mi sabio nombrar las antiguas damas y los caballeros, me sentí dominado por la piedad y quedé como aturdido. Empecé a decir:
- Poeta, quisiera hablar a aquellas dos almas que van juntas y parecen más ligeras que las otras impelidas por el viento.
Y él me contestó:
- Espera que estén más cerca de nosotros: y entonces ruégales, por el amor que las conduce, que se dirijan hacia ti.
Tan pronto como el viento las impulsó hacia nosotros, alcé la voz diciendo:
- ¡Oh almas atormentadas!, venid a hablarnos, si otro no se opone a ello.
Así como dos palomas, excitadas por mis deseos, se dirigen con las alas abiertas y firmes hacia el dulce nido, llevadas en el aire por una misma voluntad, así salieron aquellas dos almas de entre la multitud donde estaba Dido, dirigiéndose hacia nosotros a través del aire malsano, atraídas por mi eficaz y afectuoso llamamiento.
- ¡Oh ser gracioso y benigno, que vienes a visitar en medio de este aire negruzco a los que hemos teñido el mundo de sangre! Si fuéramos amados por el Rey del universo, le rogaríamos por tu tranquilidad, ya que te compadeces de nuestro acerbo dolor. Todo lo que te agrade oír y decir, te lo diremos y escucharemos con gusto mientras que siga el viento tan tranquilo como ahora. La tierra donde nací está situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón gentil, hizo que éste se prendara de aquel hermoso cuerpo que me fue arrebatado de un modo que aún me atormenta. Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor nos condujo a la misma muerte. Caína espera al que nos arrancó la vida.
Tales fueron las palabras de las dos sombras. Al oír a aquellas almas atormentadas, bajé la cabeza y la tuve inclinada tanto tiempo, que el poeta me dijo:
- ¿En qué piensas?
- ¡Ah! -exclamé al contestarle-; ¡cuán dulces pensamientos, cuántos deseos les han conducido a doloroso tránsito!
Después me dirigí hacia ellos, diciéndoles:
- Francisca, tus desgracias me hacen derramar tristes y compasivas lágrimas. Pero dime: en tiempo de los dulces suspiros, ¿cómo os permitió Amor conocer vuestros secretos deseos?
Ella me contestó:
- No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria; y eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de conocer cuál fue el principal origen de nuestro amor, haré como el que habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras de Lancelote, y de qué modo cayó en las redes del Amor: estábamos solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que nuestros ojos se buscaran muchas veces y que palideciera nuestro semblante; mas un solo pasaje fue el que decidió de nosotros. Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada fue interrumpida por el beso del amante, éste, que jamás se ha de separar de mí, me besó tembloroso en la boca: el libro y quien lo escribió fue para nosotros otro Galeoto; aquel día ya no leímos más.
Mientras que un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo, que, movido de compasión, desfallecí como si me muriera, y caí como cae un cuerpo inanimado.



INFIERNO. CANTO III
Por mi se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los
que entráis, abandonad toda esperanza!
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
- Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
Y él, como hombre lleno de prudencia me contestó:
- Conviene abandonar aqui todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
- Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?
Me respondió:
- Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para si. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.
Y yo repuse:
- Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto?
A lo que me contestó:
- Te lo diré brevemente. Éstos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo; tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:
- Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
Y él me respondió:
- Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.
Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando:
- ¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú, alma viva, que estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla, por otro puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una barca más ligera.
Y mi guía le dijo:
- Carón, no te irrites. Así se ha dispuesto allí donde se puede todo lo que se quiere; y no preguntes más.
Entonces se aquietaron las velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de llamas alrededor de sus ojos. Pero aquellas almas, que estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan
terribles palabras, cambiaron de color, rechinando los dientes, blasfemando de Dios, de sus padres, de la especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y de su descendencia: después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente, hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que
no teme a Dios. El demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una señal, las fue reuniendo, golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como en otoño van cayendo las hojas una tras otra, hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus despojos, del mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde la orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De esta suerte se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de que hubieran saltado en la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en la que aquéllas habían dejado.
- Hijo mío -me dijo el cortés Maestro-, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los países, y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un alma pura; por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.


INFIERNO. CANTO I
A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sé decir fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos. Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie vivo.
Después de haber dado algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa, procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco me repelia hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.
Cuando le vi en aquel gran desierto:
- Piedad de mí -le grité- quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero. Respondióme:
- No soy ya hombre, pero lo he sido; mis padres fueron lombardos y ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací sub Julio, aunque algo tarde, y vi Roma bajo el mando del buen Augusto en tiempo de los dioses falsos y engañosos. Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de Anquises, que volvió de Troya después del incendio de
la soberbia llión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte, que es causa y principio de todo goce?
- ¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho raudal de elocuencia? -le respondí ruboroso-. ¡Ah!, ¡honor y antorcha de los demás poetas! Válganme para contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado tu obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto; tú sólo eres
aquél de quien he imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera debido a la cual retrocedía; líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremecen mis venas y late con precipitación mi pulso.
- Te conviene seguir otra ruta -respondió al verme llorar-, si quieres huir de este sitio salvaje; porque esa fiera que te hace prorrumpir en tales lamentaciones no deja pasar a nadie por su camino, sino que se opone a ello matando al que a tanto se atreve. Su instinto es tan malvado y cruel, que nunca ve satisfechos sus
ambiciosos deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales a quienes se une, y serán aun muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga morir entre dolores. Éste no se alimentará de tierra ni de peltre, sino de sabiduría, de amor y de virtud, y su patria estará entre Feltro y Feltro. Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la haya arrojado en el infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la envidia. Ahora, por tu bien, pienso Y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía, y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde oirás aullidos desesperados; verás los espíritus dolientes de los antiguos condenados, que llaman a gritos a la segunda muerte; verás también a los que están contentos entre las llamas, porque esperan, cuando llegue la ocasión, tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres, en seguida, subir hasta ellos, te acompañará en este viaje un alma más digna que yo, te dejaré con ella cuando yo parta; pues el Emperador que reina en las alturas no quiere que por mediación mía se entre en su ciudad, porque fui rebelde a su ley. Él impera en todas partes y reina arriba;
arriba está su ciudad y su alto solio: ¡Oh! ¡Feliz el elegido para su reino!
Y yo le contesté:
- Poeta, te requiero por ese Dios a quien no has conocido, que me hagas huir de este mal y de otro peor; condúceme adonde has dicho, para que yo vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están tan desolados.
Entonces se puso en marcha, y yo seguí tras él.