A
la deriva
El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida
sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento
vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie,
donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de
la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo
de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó
las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de
los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente
se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación
de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes
puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de
la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de
brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían
ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a
punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! –alcanzó a lanzar en un estertor–.
¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el
hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! –rugió de nuevo–.
¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! –protestó la mujer
espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la
damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la
garganta.
—Bueno; esto se pone feo –murmuró entonces,
mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del
pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en
continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de
garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando
pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y
descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a
palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a
Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo
efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas
dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito –de sangre esta vez–
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya
un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura
y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría
jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre
Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora
hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por
la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido
de pecho.
—¡Alves! –gritó con cuanta fuerza pudo; y
prestó oído en vano —¡Compadre Alves!
¡No me niegue este favor! –clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para
llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente
a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una
inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el
río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el
bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes
borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio
de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una
majestad
única.
El sol había caído ya cuando el hombre,
semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto,
con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le
dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda.
Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con
la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú- Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una
somnolencia llena de recuerdos.No sentía ya nada ni en la pierna ni en el
vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a
su ex patrón míster Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se
abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la
costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su
frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa
derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un
remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald.
¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y
medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el
pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de
míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la
mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
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