martes, 10 de septiembre de 2019

Tarea para estudiantes de tercero.

Realiza junto a tu grupo una redacción en base al cuadro comparativo hecho en clase sobre los vínculos de: Olegario-Julio de la obra "M'hijo el dotor" y padre-hijo del cuento "El hijo".
La redacción debe contener las siguientes partes:
 -Introducción: donde aparezca sobre qué se va hablar a lo largo del trabajo. En no más de un párrafo.
- Desarrollo: en donde se especifiquen las diferencias y similitudes entre estos vínculos. Las mismas deben estar justificadas con ejemplos del texto. 
- Conclusión: junto a tu grupo, brindarán una opinión personal de estos vínculos.

*La tarea debe realizarse de manera grupal. 

domingo, 16 de junio de 2019

Actividad para estudiantes de tercer año                                     

Lee atentamente el cuento "Arboleya" de Juan José Morosoli, y realiza las siguientes actividades: 
1) Crea el argumento del texto. (Máximo de extensión diez renglones). 
2) Identifica al personaje principal del texto, y explica con tus palabras qué lo hace ser el principal de la historia. 
3) Realiza un cuadro con las características grafopéyicas y etopéyicas del mismo. 
4) Clasifica el narrador. Fundamenta tu respuesta con dos fragmentos del texto. 
5) Clasifica el título. Explica por qué lo clasificas de dicha forma. 
6) Menciona qué vínculo aparece en el texto y entre quienes se da. Descríbelo mediante tres citas de texto.

martes, 5 de marzo de 2019

Texto para estudiantes de cuarto 

CORDERO ASADO 


La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
-¡Hola, querido! -dijo ella.
-¡Hola! -contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
-¿Cansado, querido?
-Sí -respondió él-, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.
-Siéntate -dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
-No -dijo él.
-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.
-No quiero -dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
-No me apetece -dijo él.
-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
-Tengo algo que decirte.
-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
-¿Quiere carne, señora Maloney?
-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
-¡Oh!
-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?
-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
-¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
-Magnífico -dijo ella-, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
-Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
-¿Quién habla?
-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
-Iremos en seguida -dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
-¿Está muerto? -preguntó ella.
-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo dela Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
-No -dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.
-No -dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.
-¿Y un atizador?
-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?
-Sí, claro. ¿Quiere whisky?
-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!
-¿Quiere que vaya a apagarlo?
-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
-Jack Nooan -dijo.
-¿Sí?
-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
-Si está en nuestras manos, señora Maloney…
-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.
-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
-¿Quieres más, Charlie?
-No, será mejor que no lo acabemos.
-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
-Bueno, dame un poco más.
-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
-Por eso debería ser fácil de encontrar.
-Eso es lo que a mí me parece.
-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

                                                                                                            Roald Dahl.

lunes, 4 de marzo de 2019

Texto para estudiantes de tercer año 
 El solitario 

   Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
    Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
    No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.


    Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
    Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
    —Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti —decía él al fin, tristemente.
    Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
    Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
    Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
    —¡Y eres un hombre, tú! —murmuraba.
    Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
    —No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.


    —¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! —concluía con risa nerviosa, yéndose.
    Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
    —Sí... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuándo la hiciste?
    —Desde el martes —mirábala él con descolorida ternura— dormías de noche...
    —¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
   Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.
    —¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un miserable vestido que ponerme tengo!
    Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.
    La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó en sus cajones de nuevo.
    —¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
    —Sí, lo he visto.
    —¿Dónde está? —se volvió extrañado.
    —¡Aquí!
    Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
    —Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.
    María se rió.
    —¡Oh, no! es mío.
    —¿Broma?...

    —¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
    Kassim se demudó.
    —Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
    —¡Oh! —cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
    Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
    —¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
    —No mires así... Has sido imprudente, nada más.
    —¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
    Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
    Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.
    —Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
    Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
    —Una agua admirable... —prosiguió él— costará nueve o diez mil pesos.
    —¡Un anillo! —murmuró María al fin.
    —No, es de hombre... Un alfiler.
    A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
    —Si quieres hacerlo después... —se atrevió Kassim—. Es un trabajo urgente.
    Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
    —María, te pueden ver!
    —¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
    El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
    —Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
    —No —repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.
    Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
    —¡Dame el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
    —María... —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
    —¡Ah! —rugió su mujer enloquecida—. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! —y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.
    —¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!
    Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
    —Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
    —¡Mi brillante!
    —Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
    —Dámelo!
    La bola montó de nuevo a la garganta.
 
  Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.
    María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
    —Es mentira, Kassim —le dijo.
    —¡Oh! —repuso Kassim sonriendo— no es nada.
    —¡Te juro que es mentira! —insistió ella.
    Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
    —¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
    Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.
    —Y no me dice más que eso... —murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
    No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.
    —¡Dámelo!
    —Sí, es para ti; falta poco, María —repuso presuroso, levantándose. Pero su 
mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.
    Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
    Su mujer no lo sintió.
    No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
    Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
    La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
                                                                                                  Horacio Quiroga.

Para estudiantes de tercer año. Vídeo sobre Generación del 900 para realizar actividad.